Journal History

“Las palabras se las lleva el viento”. En un mundo como el nuestro esa frase popular, y oral, ilustra una realidad: solo lo que se dice y escribe tiene una validez ontológica, es decir, existencia y realidad que se puede probar. Tal subordinación de lo dicho sobre su representación impresa no es novedosa; la devaluación de la palabra sobre su auxiliar visual debió empezar con el invento mismo de la escritura. Lo nuevo es el cúmulo; la suma, la cantidad y su fijación en el tiempo; pues las palabras dichas son muchas pero “se las lleva el viento”. Sin embargo, tal fragilidad encuentra sus ventajas en el olvido y tiene sus trucos para sobrevivir al tiempo: solo lo esencial es retenido, como un cernidor, los pueblos retienen lo que consideran digno de ser recordado (aunque a los letrados nos parezcan tonterías probatorias de la debilidad del analfabeto o de aquel que escucha en vez de leer a quienes deben ser leídos). Lo esencial se separa, como el grano de la paja, gracias a unas técnicas orales, y las fórmulas narrativas, o si se quiere, las frases, las composiciones de “cajón”, es decir, que siguen un libreto establecido de antemano sirven de molde para decir lo nuevo y repetir lo importante. El riesgo de la supremacía de lo contado por su representación es múltiple.
Gracias al expediente de la escritura, el saber de quien escribe tiende a ser más valorado que el de aquellos que hablan pero no escriben, es decir, la inmensa mayoría de los humanos. Es una pendiente elitista y poco democrática. Pero, además, es riesgosa; el devaluar la voz por su representación acarrea un debilitamiento del ejercicio y de la aplicación de esa arma esencial del hombre: los medios al alcance de todos los adultos y normales de contar, repetir y retener lo que consideran digno de ser recordado. La escritura no es un mecanismo para ejercer la memoria, ni está al alcance de todos ni está presente en todos los actos de las vidas de los que pueden leer y escribir.
Escuchemos la palabra de los pueblos. Recojámosla con el mismo medio que la debilita, la escritura. Reproducir por escrito lo que dice el pueblo, lo que los jóvenes se cuentan en las cantinas de los barrios populares de la gran ciudad; lo que narra la anciana a su nieto en la aldea lejana; las historias dichas en las lenguas desfallecientes del Perú. Si las letras en nuestro país han dado al mundo unas ideas y visiones, una cierta sensibilidad, una manera singular de entender el castellano y el occidental, cuánto más y mejor tendrá ese pueblo que ha dado sustento a esas letras. Hay que escuchar al pueblo y dejar un testimonio escrito de sus palabras, pues, “se las puede llevar el viento”.


Alejandro Ortiz Rescaniere